Sede Macro
Del 05.05.07 al 01.07.07

Un mundo de tentaciones

Cruce de las colecciones histórica y de arte argentino contemporáneo por el curador externo Rafael Cippolini.

Castagnino+macro

A modo preliminar. Fuera de sitio. Un curador es básicamente un desordenador -un profesional del desorden-, alguien que trabaja por fuera de las disciplinas o en sus bordes menos recomendables. Los historiadores, los sociólogos, los críticos, los militantes políticos, los periodistas culturales y los expertos en márketing suelen utilizar elementos curatoriales con el fin de intentar probar sus hipótesis de campo, de reafirmar sus posiciones dentro de su especialidad, disputando territorios en una contienda de saberes. El curador, en cambio, no se ampara en ninguna disciplina definida, es más bien un infiltrado, habituado a parafrasear y molestar, aunque nunca lo suficiente. He’s a real Nowhere Man / sitting in his Nowhere Land. Amables alteraciones. Como sabemos, tanto la colección original del Museo Castagnino como la más reciente del Macro descansan (y se sostienen) en distintos esquemas que dan cuenta de formas diversas de ordenar las posibilidades del arte en momentos determinados. Según lo quiero entender, las curadurías externas resultan una invitación a desobedecer ese orden, alterarlo, proponiendo distintos desórdenes que en el mejor de los casos nos sirva para entender aún mejor el orden inicial, problematizándolo (problematizar es desordenar los criterios de orden). Existiendo tantas temperaturas en las ya clásicas categorías de lo moderno y lo contemporáneo, es verdaderamente gratificante poder convertir partes de las salas de la institución en espacios de ensayo y prueba (en amables alteraciones del orden). Sobre el título. Para cualquier curador, la disponibilidad de los bienes simbólicos y materiales de estas colecciones se experimenta como un mundo de tentaciones. Frente a semejante desafío, el refrán encuentra su reverso: no te cases ni te embarques se transforma en ¡casate, embarcate! El desorden invariablemente tienta más que el orden. Situación Condiciones de improbabilidad. En este sentido, una curaduría debe comenzar a definirse en la creación de condiciones de improbabilidad (y como ya veremos, de contextos de discontinuidad). Este mundo de tentaciones (siguiendo cierta metodología rouselliana) avanza desde aquella moderna aseveración de Lucio Fontana que reza “presentamos la sustancia, no los accidentes” hacia esa otra de Max Cachimba cuando dice “me interesa y me agrada trabajar más sobre este relato concentrado o escena sugerida en un cuadro que en las propiedades pictóricas formales.” Es decir, desde la propuesta de una sustancia sin accidentes a la de un conjunto de accidentes desatendidos de la sustancia. Categorías. Cualquier modernidad y/o contemporaneidad (en tanto categorías de orden, de ubicación) tensiona el deseo inicial de ciertas consignas y la perspectiva –siempre a posteriori- de una construcción explicativa. A toda modernidad y contemporaneidad posible se les sobreimprimen otras modernidades y contemporaneidades probables, potenciales, lecturas que quedan en carpeta como oportunidades inciertas. No será mi tarea arqueologizar los motivos fundantes de las colecciones del Museo Castagnino ni del Macro, es decir, analizar sus condiciones de probabilidad (esta es la tarea de historiadores y críticos, muy necesaria por cierto). Nunca entendí a la historia como un fin, sino sólo como circunstancia, es decir, un conjunto de motivos traicionados (por el azar, el error, el descuido, la saturación, etc). La historia sirve a muchos fines, entre ellos la traición de estos mismos fines. Las condiciones de improbabilidad funcionan de modo similar a las de probabilidad: desde apuntes e hipótesis provisorias de lectura. Ucronías retrospectivas y discontinuidad Sobre el método. Charles Renouvier, filósofo neokantiano, publicó en 1876 (a sus 61 años) un libro tan célebre como hoy poco transitado titulado Ucronía, la utopía en la historia. El concepto de ucronía fue entonces y según su creador una táctica batallante contra el determinismo historicista: para Renouvier los hechos, los acontecimientos, siempre pueden suceder de múltiples formas. La ucronía funciona en el “como sí”: ¿qué hubiera sucedido si en vez de haber ocurrido X hubiera acontecido Z? Ejemplo: ¿cómo sería nuestro presente –nuestra contemporaneidad- si las denominadas invasiones inglesas de la primera década del Siglo XIX hubieran triunfado? O bien ¿en qué clase de artista se hubiera transformado Alberto Greco si hoy estuviera vivo? La ucronía es un desarrollo imaginario de lo posible que, por diferencia y contraposición, constituye una filosa crítica a las condiciones de construcción de nuestro ahora. Otros pasados. Por definición de su creador, toda ucronía resultaba prospectiva, esto es, se desarrollaba sólo del pasado al presente. Ahora bien, mi ensayo curatorial se articula en su contrario: a partir de la elección de un acontecimiento, el “como sí” se desenvuelve retrospectivamente, provocando todo tipo de ordenados desbarajustes en el pasado. Los atajos paradójicos. Esta es otra de las metodologías que vehiculizan la exhibición: un camino alternativo que no abrevia, sino que extiende. Si para muchos estudiosos la figura de Cristóbal Colón es basamental en la irrupción de ciertas condiciones de modernidad, para nosotros será una suerte de santo patrono: la historia de nuestra modernidad no es muy diferente a la descripción de los desvelos por conquistar la novedad por los senderos más extensos y extenuantes. Como Colón, estando seguros de haber arribado a A, no llegamos sino a Z. Y del mismo modo que el genovés, muchas veces ni nos enteramos de la diferencia. Entrando en discontinuidad. En 1966, Raúl Escari –pionero internacional en arte de los medios de comunicación- realizó un atentado perceptual: “La cosa empezó así: a partir de las siete de la tarde, en distintas esquinas de Buenos Aires, se comenzaron a distribuir volantes a la gente que circunstancialmente pasaba por allí. Las distribución de las hojas, que impedía la lectura continua del texto, tuvo como objeto que la obra fuera captada por escorzos; uno podía comenzar a leerla por cualquier parte y la persona que recibía una hoja tenía conciencia que ese fragmento era el fragmento de una obra cuya totalización él no alcanzaba a realizar. Los textos consistían en la descripción –lo más fiel y lo menos “literaria” posible- de lo que la persona que pasaba estaba percibiendo en el momento de recibir el volante. Cada esquina fue descripta a un nivel diferente: así, en Corrientes y Paraná se propuso una lectura de la esquina a través de los edificios; en Santa Fe y Thames, a través del color; en Bartolomé Mitre y Pueyrredón, a través de los ruidos; en Constitución y Lima, a través del movimiento”. El texto anterior, que describía el instructivo del happening Entre en discontinuidad venía acompañado de un epígrafe de Merleau-Ponty:”Cuando se pasa del orden de los acontecimientos al de la expresión, no se cambia de mundo: los mismos datos que antes se soportaban se convierten en sistema significante”. La infracción semántico-perceptual estaba consumada: la realidad era un proceso de edición, de capas y mutaciones de información discontinuas. La cabeza del artista ya contenía el concepto de isla de edición: canales de audio, de visión, distintos modelos de empalme. Prosiguiendo impropiamente la dirección de Escari, el modelo curatorial que me interesa procede por discontinuidad. La noción de continuidad, al fin y al cabo, no es sino un analgésico para los excesos de discontinuidad. Una discontinuidad (complejidad provisoria) frente al canon y la tradición. Una colección, dos, tres colecciones Un sistema de rankings. No existe colección que no establezca su política sobre el gran catálogo de modelos de orden (como ya dijimos, la historia ordena, la sociología también, otro tanto quiere la crítica, etc.) De modo similar, toda colección se enfrenta, perennemente, a una concepción de tradición. El ranking de una tradición se llama canon –el celebrísimo Harold Bloom es un fabuloso propulsor e instigador de rankings, como también lo fueron Alfred Barr (director del MoMA) y entre nosotros, con mayor o menor suerte, los tan heterogéneos Jorges (Romero Brest y Glusberg-). Cada sociedad tiene su top 10, su top 100 y su top 1000, preferencias que suelen permanecen en órbita una temporada bien definida, como sucede con cualquier moda. Una tradición cultural implica disposiciones e indisposiciones y por lo mismo las distintas colecciones se encuentran atravesadas por distintos capítulos de la historia de las contiendas entre el ranking (el canon) y la tradición: el primero despliega todas sus estrategias para delimitar a la segunda, que lo rebasa una y otra vez. Hace muy poco, en una mesa redonda de la que participé, Beatriz Sarlo declaró: “nuestra cultura está enferma de rankings”. Lo sintomático es que el más efectivo remedio para combatir a los rankings sean...nuevos rankings. La diferencia consiste, por supuesto, en nuestra disposición hacia ellos. El resto. Como sabemos, una colección no exhibe su completud, sino, contrario sensu, y tal como nos enseñó Walter Benjamin, su incompletud. Una colección es una narración que se potencia con los capítulos que no posee, así como catálogo que jamás se agota, ya que siempre permanecerá incompleto. La diferencia histórica es bien clara: las colecciones modernas tendían hacia la completud, mientras que las contemporáneas tratan por todos los medios de perfeccionar su incompletud, esto es, su incertidumbre. 98,5 % de agujeros. En uno de los libros claves de esta década, Héctor Libertella afirmó: “de la imagen del pescador que ahora está lanzando su enorme red en altamar, al arquitecto no le importará más que calcular las proporciones de esa red: 98,5 por ciento de huecos o agujeros entre nudos, y apenas 1,5 por ciento de materia concreta hilo. Él únicamente mide vacíos; no vino aquí para llenar el mundo de edificios. (...) En la Aldea Global atada, amordazada con los hilos de la comunicación instantánea, alguien está calculando en aquellos huecos o agujeros entre nudos la medida exacta de lo impalpable”. Muy similar resulta la arquitectura de toda colección contemporánea: una maravillosa compilación de agujeros. Estos agujeros la mayor parte de las veces no se advierten porque están llenos (de sentido). Si la colección del Macro posee la inestimable suma de más de 300 obras contemporáneas, calcule el lector-espectador la cantidad proporcional de agujeros que atesora. Vacíos en el espacio. Rosario, eternamente a la vanguardia: ¿no fue acaso Lucio Fontana el primer artista en poner en evidencia la existencia de agujeros, agujeros y agujeros? Las mentalidades conservadoras aún veneran la quimera de completud: para éstas, Benjamin o Fontana serán siempre faros de un futuro inalcanzable. Una colección implica una administración del espacio (físico o ideológico, histórico y estético). Si el espacio no es más que ideología y recurso de artista, la estetización de la Historia jamás resultó inocente. Subespecies paranoicas. Sería una obviedad afirmar que una colección es un instrumento de conocimiento, aunque no tanto que también es una subespecie de la paranoia. En las colecciones modernas, paranoia de incompletud; en las contemporáneas, paranoia de no poseer los suficientes y más notables agujeros. Ahí donde con envidiable precisión Nancy Rojas nos dice que el “objetivo [de los criterios de la colección del Macro] es empezar a visualizar algunas de las tensiones que plantean los procesos artísticos en la Argentina actual, y el modo en que los mismos se insertan en el ámbito contemporáneo internacional”, nosotros agregamos (redundamos): tensionar es capturar agujeros cada vez más precisos. Políticas de la traición Degustaciones. La modernidad, como ya sabemos es un montaje, una lengua en construcción. Para los argentinos y todos los no-europeos, también un museo y catálogo de traducciones, esto es: una colección de adecuaciones más o menos complacientes, más o menos riesgosas. Una traducción es una respuesta y una variación, una versión, respetuosa o no, de la lengua madre. Como sea, voluntariamente o no, nunca más cierto aquello de traduttore traditore. En un sentido clasificatorio, moderno comenzó siendo aquello que se enfrentaba con lo antiguo en problemática continuidad (un desplazamiento de vacíos). Hoy moderno es aquello que se recorta sobre lo contemporáneo, que es lo moderno después de lo moderno, lo moderno cuando ya no puede ser moderno. Si entonces la modernidad era un conflicto con el pasado, ahora la contemporaneidad es a la vez un examen y un uso del pasado. Un mundo de tentaciones sobre otro. Condiciones de contemporaneidad. Como sabemos, la colección del Macro se articula en distintas líneas de producción contemporáneas: una vertiente de carácter geométrico, otra de inspiración pop, otra más de inclinación política. Tres líneas de continuidad, tensión y debate con manifestaciones afines internacionales. Emulando las ciencias diagonales de Roger Caillois, mis estrategias de desorden se desarrollaran en el trazado complejo de diagonales que atraviesan e interconectan las improbabilidades de estas tres condiciones de lectura, indagando los agujeros laterales. Al fin y al cabo, lo contemporáneo es la tradición del presente. Cuando hice mi primera curaduría (allá lejos y hace tiempo), alguien se quejó de aquel atrevido texto de catálogo diciendo que concluía en sus razones justo ahí donde debía empezar. Y sí: hay quienes les resulta indigesto que para mí los textos sirvan fundamentalmente de punto de partida (nec plus ultrae). Lo que sigue, y como vengo sosteniendo, no son más que una sucesión de improbabilidades: debe ser parte de mi genética que me advierte que de los nombres de lo imprevisto, la palabra arte es la que más cotiza en términos de charme.
Rafael Cippolini Otoño, 2007